1 de octubre de 2012

La tienda de antigüedades



No tardaron en llegar a la tienda. En el autobús Daniel se entretuvo jugando con el móvil de su padre. La parada estaba cerca de la tienda tal y como Jaime le había dicho a su hijo. Al entrar vieron a un hombre entrado en años que ojeaba un gran libro junto a una vieja librería. Baltasar, el dueño de la tienda se volvió hacia ellos con una gran sonrisa al tiempo que se bajaba un poco las gafas sobre la nariz para mirarlos.
-Buenas tardes caballeros. ¿En qué puedo ayudarles?
-Hola, estaba buscando un libro, se trata de un libro infantil.

Baltasar volvió a dejar el tomo que tenía en las manos en su sitio y se dirigió a una mesa de escritorio donde había un archivador. Allí estaba sentada en una niña pequeña. Estaba doblando papelitos y haciendo un pequeño montoncito con ellos. La niña levantó la vista y vio a Daniel, que estaba mirando las estanterías con curiosidad.
-Julia, ¿por qué no haces compañía a ese niño tan simpático mientras yo busco un libro para este señor?
La niña se levantó de un salto y muy sonriente se acercó a Daniel.
-¡Hola! Me llamo Julia y todo esto es de mi abuelo-. Daniel se sonrojó un poco y le dijo su nombre en voz muy bajita.
-¿Esto qué es?- Preguntó el niño señalando un objeto que estaba en una estantería.
Julia se encogió de hombros. -No lo sé, pero cuando no sé para qué sirve algo me lo invento. A esa cosa la llamo el recogevuelos. Sirve para coger el polvo de las hadas y luego poder volar.- Daniel estaba seguro que no servía para eso, pero no le dijo nada.
-¿Vais a comprar algo?
-Mi papá quiere regalarme un libro.
-Yo sé donde hay muchos libros fenomenales, ven, te lo enseño-. Cogió a Daniel de la mano y lo llevo hacia una librería enorme al final de la sala.

Jaime los siguió con la mirada y le dio a Baltasar el nombre del libro.
-Creo que era un nombre corto, Bombilfo o algo muy similar. Se trata de un libro infantil, cuando yo lo leí ya era viejo, de mi tío, supongo que es una edición muy antigua. Siento no tener más datos.
-Bueno, no se preocupe, buscaremos por el nombre en primer lugar. Siéntese por favor-. Baltasar se inclinó sobre el archivador y fue revisando fichas.

Al fondo del local los dos niños miraban lomos de libros mientras Julia le iba contando a Daniel cuales le gustaban. Ella apenas podía leer la mayoría, pero las ilustraciones y las portadas la fascinaban. Cogió uno y lo sacó de la estantería.
-Mira, este es uno de los que más me gustan, mira que señor más divertido hay dibujado-. En la portada se podía ver a un señor muy delgado y altísimo, con bigote y un sombrero de copa. Era tan alto que no casi cabía en el dibujo y tenía que andar agachado. A Daniel le hizo mucha gracia y Julia y él rieron con ganas.
-Papá papá! Cómprame este libro por favor-. Daniel le dejo a su padre el tomo sobre la mesa. Jaime miró la portada y se quedó boquiabierto. En letras muy grandes de color amarillo se leía “Las aventuras de Bombilfo”.
Baltasar sonrió mientras miraba el libro sobre la mesa.

FIN

Este relato es un ejercicio del taller literario "Montame una escena" organizado en http://www.literautas.com/es/blog/

Partiendo de este texto pretendo hacer un relato más largo y contar la historia tal y como surgió en mi cabeza.

11 de junio de 2012

El calcetín rojo


Se pasó una hora buscando el calcetín rojo. Metódicamente la pequeña buscó en todos los rincones de su habitación. Uno a uno abrió los cajones de la mesita, con mucho cuidado fue dejando toda su ropa sobre la cama. No quería que se arrugaran sus camisetas así que las extendió sobre la colcha y buscó el pequeño calcetín que había desaparecido. Era un calcetín rojo, de algodón, con una diminuta flor blanca bordada en la gomita del tobillo. Se los había regalado su abuela hacía ya dos años y unos cuantos meses, en su cumpleaños. La abuela los había comprado en un mercadillo y después había bordado la flor a mano, una margarita blanca en cada calcetín, los había envuelto con un bonito papel de regalo y se los dio a su nieta el día que cumplía 5 años. Se los compró un poco grandes, para que le duraran algún tiempo. A la niña le encantaban, siempre se los ponía cuando iba a ver a su abuela. Una vez al mes su papá, su mamá y ella recorrían los doscientos kilómetros que separaban sus ciudades y pasaban el día con ella. Cuando llegaban la pequeña era la primera en darle un beso y su abuela sacaba del bolsillo un caramelo o alguna otra chuchería y se lo daba. La niña entraba hasta el cuarto de estar y buscaba a Robi, el gato que hacía compañía a la anciana, le rascaba detrás de las orejas y se sentaba en el sillón a comerse su regalo junto al animal. Le gustaba mucho ir a ver a su abuela y a Robi.
El calcetín no aparecía por ningún sitio y la niña estaba segura de que la noche anterior lo había dejado sobre la mesita junto al resto de la ropa que se iba a poner. Preguntó a su mamá pero ella tampoco sabía dónde podía encontrarse el calcetín perdido y aunque la ayudó a buscarlo otra vez no lo encontraron. Su mamá le buscó otro par, unos calcetines blancos de algodón que le quedarían muy bien con su ropa. Un poco triste por no poder llevar los calcetines rojos de su abuela terminó de vestirse y subió al coche junto a su familia.
Llegaron sobre las doce, tras más de dos horas de viaje en las que la pequeña vio una película de dibujos animados en su reproductor de DVD. Se bajó del coche y se alisó el vestido para quitarle algunas arrugas, cogió de la mano a su mamá y caminaron unos minutos, le pidió a su madre las flores y las dejó sobre la lápida. Le dijo hola a su abuela y le recordó que la quería mucho y la echaba de menos. Lloró un poquito, y su mamá le dijo que no pasaba nada, pero ella no quería llorar porque las primeras veces que fue a verla allí en lugar de verla en su casa había llorado mucho y seguro que su abuela se ponía triste si la veía llorar. Pasaron allí un buen rato, limpiando y quitando las flores viejas para que las nuevas, unas margaritas blancas, estuvieran perfectas. Después comieron en una terraza muy bonita y ella pidió helado de postre.
Al llegar de nuevo a casa la niña llamó a Robi, que ahora vivía con ellos porque la abuela ya no podía cuidarle. El gato bajó las escaleras del piso superior y se sentó a los pies de la niña para que le rascara detrás de las orejas, traía un calcetín rojo en la boca, seguro que había estado jugando con él durante todo el día.

12 de noviembre de 2010

El día de la muerte

Llegaron muchos hombres, muy temprano, demasiados hombres y demasiado temprano. Aún quedaban un par de horas para el amanecer. Habían venido con un gran camión, mucho mas grande que las últimas veces. Todas nos estremecimos, sabíamos que hoy se llevarían a más, mas de la mitad de las que quedábamos al menos. Nadie dijo nada. Los hombres bajaron del camión y de los coches que lo escoltaban. Fueron buscando y eligiendo. Por lo que podía ver esta vez se llevarían a todas las jóvenes, al menos treinta o cuarenta. Las juntaron cerca de la puerta principal, algunas gritaron.

Cuando terminaron de meterlas en el camión vinieron a por el resto. Cogieron a muchas, a algunas las conocía bien, a otras solo las había visto alguna vez. Esta vez también me eligieron a mí, estaba preparada, después de haberme librado tres veces sabía que alguna vez sería la mía. Nos golpearon para que nos pusiéramos en fila, una detrás de otra, guardando un estricto silencio. Algunas intentaron oponer resistencia, pero las porras eléctricas mantuvieron el orden. Las primeras de la fila comenzaron a subir a la parte trasera del camión, volví la cabeza para ver cuantas habían quedado. Nos miraban con tristeza, sabiendo que jamás volverían a vernos, sabiendo que la próxima vez serían ellas, todas sin excepción harían el viaje. La que iba delante de mí se orinó. Ocurría a menudo.

Detrás de mí subieron al menos otras diez, ya no cabían más. Estábamos hacinadas, unas junto a otras, sin poder movernos, casi sin poder respirar. Muchas gritaban. Todas teníamos miedo.

El trayecto fue un infierno, una vez que el sol estuvo en lo mas alto del cielo calentó la chapa del camión hasta convertirlo en un horno. Al menos dos murieron, quizá alguna más, aunque yo no podía verlo. No nos dieron comida, ni agua. Las heces y el orín acumulado en el suelo de la caja del camión emitían un hedor insoportable.

No puedo decir cuanto tiempo estuvimos en el camión, pero al llegar al destino ya era noche cerrada.

Abrieron la puerta trasera, los hombres gritaban y golpeaban las chapas para que saliéramos. Habían colocado unas vayas metálicas a los lados formando un camino hasta el edificio, no podríamos correr. El camino se fue estrechando hasta que solo podíamos pasar de una en una. Calculé que debía ser la quinta, o quizá la sexta. Algunos hombres empezaron a golpearnos para que caminásemos. Lentamente empezaron a caminar las primeras, todas seguíamos poco a poco el camino marcado. Siguieron golpeando a las rezagadas. El terror era palpable. Un hombre a mi derecha fumaba y reía alegre hablando con otro. Baje la mirada para no encontrarme con la suya.

La primera de nosotras entró al edificio por el estrecho camino metálico. Las voces de los hombres dentro y el ruido ensordecedor de maquinaria retumbaban en mis oídos. Entonces la primera cayó muerta. Dos hombres la arrastraron hacia la derecha y desapareció. La segunda ocupó su lugar en la fila. A los pocos segundos también se desplomó, una vez mas la arrastraron fuera de la fila. Pude ver al hombre que les sujetaba la cabeza, les colocaba una pistola en la frente y disparaba, sin inmutarse, sin pestañear, sin ningún tipo de conciencia. Cayó otra, y la cuarta. Sólo había una delante de mí, no quería avanzar. Chilló e intentó volver sobre sus pasos, pero la golpearon y la sujetaron entre dos. La acercaron lo suficiente para que el tipo del arma pudiera hacer su trabajo. En el último momento giró su cabeza intentando escapar y el golpe no fue tan certero como los anteriores. La sangre salpicó la cara de los hombres. Ella chillaba y pataleaba. Un segundo disparo terminó con los gritos. La arrastraron a la parte derecha. La siguiente era yo. Caminé firme y me detuve delante del asesino. Lo miré fijamente a los ojos, sin temor, sin pestañear. Colocó el arma en mi frente y disparó.

El tipo del arma se secó el sudor y se miró el cuerpo sin vida.

- ¿Cuántas quedan?.
- No se, quizá treinta o cuarenta.
- Esta última parecía que sabía lo que ocurría, me ha mirado de una manera muy rara.
- Joder tío, no digas chorradas, son solo vacas y cerdos.

Arrastraron el cuerpo hacia la derecha, lo colocaron en la cinta transportadora y la vaca se perdió de vista.

Recuerdos

La fecha en la que escribí esta historia ronda los primeros meses de 2004.

Abro los ojos, no veo, un punzante dolor me atraviesa la cabeza, estoy tendido en el suelo, intento enfocar la vista para averiguar donde estoy, no puedo, cualquier esfuerzo hace palpitar un incesante dolor en la parte posterior de mi cabeza. Con esfuerzo logro palpar la parte dolorida, está húmedo, puede ser sangre; alargo los dedos mojados hasta los labios y compruebo el sabor peculiar que emana de una herida.

Vuelvo a abrir los ojos, una espesa niebla tiene oculto todo lo que hay a mi alrededor. Me incorporo pesadamente, un punzón doloroso y caliente parece atravesar mi nuca, tardo unos instantes en tomar aliento. Veo un poco mejor, a pesar de la borrosa y confusa información que llega a mis ojos, alcanzo a discernir que estoy en una habitación de paredes blancas. Muchos cuadros adornan las paredes, aunque no puedo ver que es lo que hay en ellos. Hay muebles, de madera posiblemente, un par de sillas, una mesa, estanterías que parecen repletas de libros...

Intento recordar mi nombre, no lo se. Sólo soy capaz de enlazar confusos retazos de pensamientos y recuerdos. Fuerzo mi mermado sentido de la vista para recorrer la estancia, tras de mí hay una gran mesa, y mas atrás un ventanal, no puedo ver que hay tras él, es noche cerrada, o al menos no hay luz mas allá de la enorme cristalera.

El sentido común me habla desde el fondo de mi conciencia, desde luego no estoy retenido, nadie hubiera dejado un preso en una habitación con tan fácil salida. Ninguna ligadura me impediría huir.

Intento averiguar algo más, busco en el bolsillo de la chaqueta que llevo puesta, encuentro una cartera, hay muchos papeles, documentación y abundante dinero. No veo bien, soy incapaz de leer lo que pone en las tarjetas y papeles que tengo en las manos. Guardo de nuevo la cartera en la chaqueta. Es azul oscuro, muy elegante, un traje, todo parece muy caro, llevo corbata, zapatos y cinturón de piel, un pesado reloj dorado adorna mi muñeca, también tengo un anillo, posiblemente una alianza.

Fuerzo una vez mas la maquinaria cerebral buscando unas respuestas que no llegan. Confusas imágenes inundan mi cabeza. Hay dolor, muerte, desesperación, guerra, muerte, muerte, demasiada muerte... Cierro los ojos intentando alejar de mi pensamiento tan nefastas ideas. Veo miseria, veo familias llorar enterrando a sus seres queridos, veo cientos de personas que abandonan sus casas, veo niños huérfanos, desconsolados, enfermos y heridos, aviones que bombardean ciudades y acaban con millones de vidas. Mis ojos se empapan, rios de lágrimas corren por mi rostro al tiempo que los recuerdos me traen esas tormentosas imágenes de caos y desolación.

Un estridente pitido aleja de mi cabeza los recuerdos y me devuelve a la realidad, me incorporo pesadamente y me dirijo a la mesa donde un botón rojo parpadea al tiempo que el pitido suena en el altavoz del interfono. Pulso el botón y contesto:
- ¿Sí?
- Señor presidente, la prensa espera para el discurso a las Naciones Unidas.
- Enseguida salgo, dígale a mi asistente que entramos en cinco minutos.
Suelto el botón. Me siento en mi lujosa silla del despacho oval. Acaricio la bandera repleta de barras y estrellas. Sé quien soy, se lo que hago, y llorando, también recuerdo que es lo que hice.

7 de septiembre de 2009

El calendario

Al levantarse por la mañana siempre cumplía con un ritual metódico, día tras día, sin excepción. Se incorporaba en la cama, tomaba las gafas que cuidadosamente había dejado en el escritorio al acostarse y se las ponía. Giraba la silla y se sentaba en ella aún con el pijama puesto. Tomaba un bolígrafo y tachaba el día que correspondía en su calendario, cada día que marcaba era un paso más hacia su meta, un peldaño menos que subir en su larga escarlera que escondía en lo más alto un sentimiento único que le costaba expresar con palabras. No todo el mundo podía disfrutar como ella iba a hacerlo.

31 de diciembre, había llegado ese día tan esperado, se levantó, lo marcó con una raya oblícua y sintío un emocionante escalofrío. Por fín. Había esperado mucho tiempo para llegar al día de hoy, para recibir su premio con los brazos abiertos. Cuidadosamente dobló el calendario que ya tenía tachados todos sus días y lo tiró a la papelera. Cogió una pequeña caja que guardaba en un cajón y de su interior sacó un precioso calendario nuevo... tanta espera había merecido la pena, el nuevo calendario estaba por fín preparado... mañana lo estrenaría... por fín.

Tos a cucharadas


Aquel ataque de tos estuvo a punto de costarle la vida. Cuando se recuperó se juró que nunca más volvería a comerse el Cola-Cao a cucharadas.

Al pobre imbécil lo encontraron días después muerto en el suelo de su cocina, tenía una cuchara sopera en la
mano. El bote abierto de Cola-Cao descansaba en la encimera... otra muesca más a su revolver de polvo de chocolate.